domingo, 24 de marzo de 2019

viernes, 2 de noviembre de 2018

Tipos de lectores 3, el "experto"



Es probable que la mayoría de los lectores no entiendan ni un ápice aquello de lo incierto y doloroso que es la adquisición de la sabiduría. Muy al contrario, pues suele creer a pies juntillas el lector que adquiere sabiduría cuando lee, amén de manejo de vocabulario, prestigio y empaque cultural. Quizás piense el lector que la sabiduría cuelga de los estantes de las librerías como el sin fin de productos que desfilan por los pasillos de un supermercado, y que basta con picotear aquí o allá para adquirir los más exuberantes y preciados conocimientos.
Pero no le demos tanta importancia a la sabiduría. Yo estoy aquí hoy para hablar de lo desagradable que resultan la soberbia o la pendantería, entendidas estas como presunción de sabiduría. Yo no sé ustedes pero yo leo por gusto y placer, porque es la manera más agradable que encuentro de entretener mi viaje. De hecho, si he alcanzado o no cierta sabiduría es algo a lo que resto cada día más importancia porque no me cabe duda, por experiencia, de que antes se llega a la felicidad por el camino de la estulticia que por el de la sabiduría.
Y todo esto viene al caso de una anécdota de lo más insulsa. Vendiendo libros en el mercadillo me enfrento a un grupo de señoras que buscan una Biblia para un muchacho que cursa Educación Secundaria. Tengo dos ejemplares de segunda mano, ambos a un precio excelente y en buen estado, pero en La Rioja no se venden tan bien los libros como el vino. Tampoco me llevo mal rato porque las Biblias las vendo tarde o temprano, claro está al precio de 3 ó 4 euros. Pero la anécdota surge porque las señoras se dirigen a una de ellas calificándola de “experta” en Biblias, y aquello a mí, deseoso siempre de aprender, me llamó poderosamente la atención.
La “experta” examinó detenidamente las dos Biblias y se decidió por aquella que tenía mejor aspecto, cubierta de símil piel, cantos limpios. La otra era una biblia editada en rústica con fines didácticos, más barata y que guardaba un aspecto menos elegante. Hasta ahí todo normal, pero la “experta” me señaló una de las páginas iniciales de la segunda advirtiéndome, con enfado, que aquella biblia no la podía poner a la venta porque era protestante.
Me pilló desprevenido. Titubeé para decir que yo pensaba que no había Biblias católicas o protestantes. La “experta” no disculpó ni mucho menos mi ignorancia. Con buena intención y ánimo de aprender le pregunté por las diferencias, para posibles futuros. Me disculpé de mi ignorancia argumentando que yo pensaba que el quid de la cuestión se hallaba en la libre interpretación y en la traducción del latín a las diversas lenguas vernáculas para hacerla accesible a las gentes. Recibí una soberbia callada por respuesta.
Todo hay que decirlo, de las cuatro o cinco señoras que iban en el grupo todas me compraron algún libro menos la “experta”, que se fue con el ceño fruncido.
En cuanto las perdí de vista me faltó tiempo para ojear las primeras páginas de la susodicha Biblia. Por supuesto que era una Biblia católica y que me acompañaba la razón. De hecho, en un apartado de la introducción se explicaba la cuestión de la Reforma Protestante, y me parece que fue dicho apartado el que la indujo a error.
Sin embargo fijaos, al final todos contentos, yo porque, aunque no vendí mi biblia sí que me desprendí de un buen puñado de libros, y más todavía la “experta” porque, aunque se fue con el ceño fruncido, engrandeció entre sus amigas su leyenda.

miércoles, 22 de agosto de 2018

Tipos de lectores, 2 El coleccionista




Quede claro que hay tantos tipos de lectores como lectores mismos. Conste que no es mi intención hacer sangre con las etiquetas, pero es que dan mucho juego y aquí de jugar se trata.
El caso que entraron en la librería dos hombres por la vestimenta distinguidos. Por lo general, en ciudades de provincias, el hombre distinguido compra sus libros nuevos, lo cual me dio una idea del magro negocio que se avecinaba. Pese a ello respondí a sus numerosas preguntas con toda la amabilidad que me fue posible. No estábamos solos pero nada más atravesar la puerta uno de ellos, el más avezado e interesado, se abalanzó sobre mí y me acribilló sin piedad a preguntas. No pretendo obviar que destilaba amabilidad y falsa moderación, y que sus primeras impresiones fueron adulatorias.
―¡Oh!, ¡qué maravilla de librería!, ¡y está todo ordenado!, ¿por género y autor?
―Sí, como en cualquier otra librería. ―El lector poco habitual suele pensar que en las librerías de segunda mano está todo manga por hombro.
―No, no, pero está todo muy limpio y ordenado.
―Pues gracias hombre, se agradece.
Paseó su mirada por toda una fila de estanterías de Narrativa, sin detenerse en títulos concretos, y luego volteó para dominar con gran soltura las isletas centrales, tema riojano, cine, deportes, cocina…
―Hay de todo… ―Dijo en voz alta. Yo había vuelto a mis asuntos pero aquel señor requería toda mi atención.
Al azar agarró un pequeño estuche de cartón que contenía la trilogía de Torrente Ballester, Los gozos y las sombras. Se dirigió a su acompañante:
―Mira qué interesante. Una obra maestra.
Su compañero, silencioso pero altanero, asintió con un movimiento de cabeza mientras su mirada y sus manos vagaban de aquí para allá con estrépito.
Nuestro amable personaje se dio por vencido, acudió conmigo al mostrador y fue al grano:
―Me han dicho que aquí compráis libros, ¿qué precio ofrecéis?
―Hacemos una selección de lo que nos traen y pagamos a 20 céntimos por ejemplar útil. ―Ya hacía tiempo que intuía el motivo de la visita y me corrí como robot.
Asintió mientras se retiraba. Pretendió ocultar la decepción pero no quiso retirarse con el rabo entre las piernas, para lo cual consideró que debía seguir hablando.
―Yo es que tengo miles y miles de libros. De La Rioja tengo alrededor de los mil libros. Tenía como unos 800 de derecho y se los regalé al Colegio de Abogados.
―Claro que sí. ―Dije yo, a sabiendas de que mis precios de compra no le habían convencido y por ende ya no le interesaba mi librería. ―Lo último es tirar los libros, ―concluí amablemente, y con temor, os soy sincero, de resultar grosero.
―¡Ah!, por supuesto.
De pronto se topó con un libro que llamó poderosamente su atención. Lo tenía puesto de pie y apoyado en una enorme “B” de metal que hacía la función de sujetalibros. Era un ejemplar, en gran formato y tapa dura, de los premios guinnes de los records, de 1998 si mal no recuerdo. A los niños les llamaba mucho la atención averiguar cuál era el chorizo más largo del mundo o el hombre que más hamburguesas había conseguido ingerir de una sentada.
Llamó a su amigo para que lo viera y, excitado, me preguntó:
―¿No tendrás el del 2002? (quizás me preguntó por otro año que no recuerdo)
―No, no creo, me parece que solo me queda ese. Me los quitan de las manos ―presumí.
―Ya me supongo. Sólo era para echarle un vistazo porque ya lo tengo en casa.
Lo miré concienzudamente. A ver, estaba comenzando a hartarme aquel tipejo que venía a abusar de mi tiempo con tanta alevosía.
―Es que sale mi colección de botijos ―la conversación se tornó forzada, quizás por mi actitud.
―¡Eh! ―Se me escapó esta u otra interjección parecida.
―Sí, en León tengo un merendero con una colección de más de tres mil botijos. No te vayas a creer, no los tengo todos expuestos. Expuestos tendré en lineales como unos mil y el resto bien guardados.
―¡Joder!, dije en alta voz al tiempo que sonreía sin afectación, gratamente sorprendido.
―No es más que un hobby ―Concluyó el señor, que, sonrojado, sintió, no sé por qué, la necesidad de explicarse.
―Claro que sí, señor, ―le respondí en un tono efusivo y limpio por completo de cualquier género de reproche. Pero, al igual que antes él, yo también me sentí en la obligación de comentar un hobby tan extremo, estrambótico y original. ―Cada loco con su tema.
Inmediatamente después de hablar me di cuenta de lo inadecuado de mi comentario.
Se despidió con la misma amabilidad con la que se presentó, pero de alguna manera intuí que aquel hombre se sintió ofendido y ridículo por aquellas mis últimas palabras, que, os aseguro, no contenían mala intención.

martes, 31 de julio de 2018

VI Taller de creación y crítica literarias: narrativas que funcionan (Universidad de La Rioja).



Cada cual alimenta sus motivos para participar en este tipo de eventos. El mío fue un poco de aire fresco, porque hasta el momento escribo en soledad, sin participar del “mundillo”; también por ver cómo funciona por dentro y fuera un taller de este tipo por si en un futuro me aventuro a proyecto similar. Y también, yo sí voy a ser honesto, para distribuir algunos ejemplares de mis novelas entre lectores privilegiados por eso de si suena la flauta.
Podéis llamarme pedante por opinar que no esperaba que me enseñaran, a estas alturas, a escribir. En mi modesta opinión (compartida por grandes escritores), a escribir se aprende leyendo y escribiendo. No considero otras maneras. ¿Si los talleres sirven? Todo lo que se dice en un taller está antes escrito en los libros que versan sobre la materia. Por supuesto que el taller ofrece las herramientas en bandeja, puede aportar otras visiones, bibliografía sobre la materia, motivación…, pero al final de la escalera está el escritor con sus luchas interiores.

Rubén Abella comenzó el taller a finales de junio. Fue una sesión muy técnica, extraordinaria síntesis con muy buenos ejemplos. Pertenece a la Escuela de escritores de Madrid y la verdad que se nota. Un comienzo perfecto para el curso, aunque bien podría haber sido el colofón porque las restantes sesiones ni se acercaron a su nivel.

María Fernanda Ampuero vino desde Madrid para hablarnos de temas escatológicos, o algo así. Se trataba de una sustitución de última hora, pero eso no es excusa para provocar la sesión más desastrosa del evento. Vino sin preparación alguna, lo cual puede ser perfectamente válido para quien tiene material suficiente para improvisar, pero lo peor que desde el inicio nos dejó clara su intención de que venía para recibir elogios por su último libro de relatos, y en especial del titulado “Subasta”; que sí, que no está mal, pero que perdió enteros al ofrecer una explicación simplista de su origen y mucho más al enmarcar la sesión en una soflama feminista que no venía a cuento. Sorprendentemente se me abrió la boca infinidad de veces durante tan escatológica sesión.

Manual Pérez Saiz es un profesional de la enseñanza del castellano que se ha hecho famoso por patentar el denominado “método de los relojes” para la adquisición del castellano como lengua extranjera. Era un tipo extremadamente gracioso que nos regaló algo así como una sesión del club de la comedia destinada a potenciar la creatividad literaria. No abrí la boca en ningún momento pero tampoco utilicé el lápiz. A favor, fue como disfrutar de una buena sesión de teatro. En contra, la literatura brilló por su ausencia.

Leticia Bustamante es doctora por la universidad de Valladolid y su tesis versó sobre el microrrelato hispánico. A mí personalmente el microrrelato no me llama la atención, pero tengo que reconocer que fue una sesión técnica y trabajada, adornada con microrrelatos, actividades y algunos vídeos que aportaron amenidad y buen hacer.

Juan Cerezo, Editor de Tusquets, era anunciado como uno de los mejores, si no el mejor, editor de España. Cierto que fue una sesión amena e ilustrativa. Yo no he leído Patria, y ni ganas que tengo, y como producto estrella de su editorial protagonizó el núcleo de la sesión para regocijo de la mayoría de los presentes. Una sesión interesante que repetiría sin dudarlo. Me queda una duda, pues siempre he considerado que los profesionales que más aportan son aquellos que, dentro del sistema, no están en su cúspide; los hombres más afamados no suelen mojarse, pues tienen mucho que perder.

Alberto Marcos es editor de Plaza & Janés. Fue lo que esperaba, un ejemplo de gran editorial que solamente busca éxitos de mercado. Sobró absolutamente la enorme parte de la sesión que dedicó a dar pautas para escribir un best-seller, porque ese material se encuentra en cualquier lugar y, a mi juicio, el ponente no destacaba en esas lides. En cambio era un tipo simpático que sabía sonreír y que de vez en cuando soltaba alguna anécdota editorial interesante, chascarrillos de escasa enjundia porque ni por asomo se intuyó que, como buen comercial, fuera a ir al fondo de la cuestión.

Andrés Pascual, cómo iba a suceder de otra manera en La Rioja, cerró la sesión. Nunca había escuchado al héroe local, pero todos parecían conocerlo ya. Habló del Quién, Qué y Por qué. La charla fue amenizada con anécdotas personales y un relato de su propia trayectoria como escritor de éxito en la que faltaba lo esencial, la importancia de los contactos, y con esto voy a mi conclusión personal.

No sin antes pasar por alto que el taller terminó, ¡Cómo iba a ser de otra manera en La Rioja!, con una “cata de relatos y lectura de vinos”, cortesía de Bodegas Solar de Samaniego. ¡Sabroso final!

Honestidad. Honestidad ha sido la palabra, el concepto, con el cual todos los ponentes, o casi todos si mal no recuerdo (mis disculpas si hiero susceptibilidades porque esta entrada de blog está hecha a bote pronto y mis recuerdos son limitados y subjetivos) han terminado su sesión. Dicho concepto funcionó como un cliché, a veces forzado pero siempre vacío de contenido. Cierto que es un concepto flexible, y de ello da fe la RAE. Por ejemplo Rubén Abellá lo ponía en el foco de la creación literaria como camino para el arte, ¡bien!, pero Ampuero lo utilizó de una manera tan coja y vacía que me quedó la impresión de que lo había escuchado tantas veces que nos lo encasquetó como si fuéramos inocentes mozalbetes. También recuerdo que Alberto Marcos abusó de un término que, a mi juicio, es mejor dejar a un lado cuando predominan las omisiones sobre las confesiones. Y por último Andrés Pascual vacío por completo de significado al término porque no se puede vender honestidad cuando no se practica. Andrés Pascual es el superventas local pero todos sabemos de sus contactos, sin los cuales nadie, absolutamente nadie, consigue publicar una primera novela tan mediocre en una editorial de lujo.
Si pongo el foco en la falta de honestidad es porque unos cuantos de entre los participantes al taller tenemos sueños, ambiciones o pretensiones literarias. Alimentar dichas fantasías me parece tan ridículo como mostrar la exuberancia de los mercados europeos a niños africanos con la barriga hinchada.
Esto es lo negativo, pero por otro lado el título del curso es diáfano y se enfoca a las “narrativas que funcionan”, y es que el mundo es ansí, como decía Baroja, y en el fondo ya sabemos bien todos cómo funciona. Qué van a decir los editores, sino que leen todos los manuscritos que les llegan, qué van a decir sobre la limpieza de los premios literarios aquellos que los promueven…
Lo demás, que es mucho, ha sido todo positivo, entretenidas las sesiones, la organización no buena sino espectacular, con Carlos, Evelyn e Irene amables no sino lo siguiente, ¿y el precio del curso? ¡Ridículo!, y encima con regalos como ejemplares de la revista Fábula o la cata de vinos final. Sólo decir que es probable que repita. No me vayáis a tildar de desagradecido porque es todo lo contrario, y de hecho esta reseña es otro regalo, en este caso de mi parte, de eso que tanto falta y tan bien vende, la honestidad.