martes, 28 de octubre de 2014

Clásicos griegos y latinos en el Bachillerato

Cuando estudiaba Latín en el Bachillerato me

asqueaba estudiar a los clásicos griegos y latinos sin tener la oportunidad de leer más que una pequeña muestra. Ya por aquel entonces comenzaron los primeros fracasos académicos del que prometía ser un fantástico alumno y hombre de provecho. «De qué te quejas si hacías novillos», diréis algunos y con razón, pero de entre todos los vicios recorridos el de leer nunca logré abandonarlo. Yo leía, leía mucho, leí algunas lecturas obligatorias y otras que sin serlo se suponían porque había que conocerlas, no solo su existencia y autor sino su estructura, temática, estilo y demás. Es el colmo del absurdo, pero se trata de un absurdo que hoy en día se les sigue exigiendo a los muchachos.
A nuestro profesor de latín le llamábamos “el baldosus”, si mal no recuerdo por un anuncio del Mr. Proper. Bien me gané su malquerencia; me suspendió, repetí, y a la segunda pasé de chiripa, pero todo hay que decirlo, era un buen profesor. Él nos decía que no estaba de acuerdo en absoluto en que tuviéramos que memorizar todo aquel acerbo cultural de manera tan absurda, pero que no le quedaba otro remedio que exigírnoslo por dos motivos: primero porque figuraba en el currículo y segundo porque luego formaría parte del examen de Selectividad.
El caso que teníamos que estudiar (y hoy exactamente igual) una larga enumeración de filósofos griegos y latinos, dramaturgos, poetas, historiadores, científicos, incluso abogados como Cicerón, y teníamos que saber en qué época vivieron y qué obras escribieron, incluso en cuántas partes se dividían sus obras y el número de versos que componían la Eneida. Os parecerá exagerado si no os tocó, pero así lo recuerdo. Acumulabas una serie de conocimientos de validez escasa o nula, erudición de chichinabo, pero no tocabas los textos, no leías a los grandes clásicos y latinos.
Yo soy un caso aparte. Como repetí curso tuve la oportunidad de leer a más de esos clásicos. Recuerdo incluso que perdía tanto tiempo leyendo que luego no lo encontraba para estudiar, y así me iba.
Hará unos meses recordé estos turbios asuntos con motivo de una polémica tuitera. No vayáis a creer, los había y los hay a puñados que defienden este género de estudio de las disciplinas humanísticas, sin acudir a los textos. Hay quien opina que es la única manera de aprender. Yo, sin ser un experto en la materia ni comer de ello, supongo que se pueden introducir algunos matices.
Es difícil buscar comparaciones, sean o no odiosas, ¿sería tal vez como aprender agricultura sin pisar la tierra? Igual vosotros pensáis que este estudio sí tiene una gran validez. Ayudadme con vuestras opiniones porque yo la verdad que estoy confuso, y me entristece la carga de actividad inútil que se les mete a los muchachos que cada vez menos se decantan por el estudio de las Humanidades, y, ¿nos extraña?


Dicho esto, ahora que leo (y a veces hasta escribo) por placer, llevo tiempo pergeñando la posibilidad de volver a esos libros de bachillerato que estarán llenos de polvo en el cuarto de los trastos. Igual ahora sí que tengo la serenidad suficiente para regodearme en los clásicos griegos y latinos que antes estudié y que no alcancé a leer, o releer.
Dicho y hecho comenzaré por una laguna que llevo mucho tiempo deseando rellenar, Las vidas paralelas de Plutarco.


lunes, 6 de octubre de 2014

David Lodge: El arte de la ficción.


A menudo se aconseja a los aspirantes a escritor que lean mucho, mucho y variado. Y con criterio, añado yo. Leer mucho y mal puede significar como ver mucha tele y no salir de las historias de zombies. Sí, que entretenerse está bien, y confieso que me he enganchado a The walking dead, pero para progresar hay que esforzarse. El corredor de fondo tendrá que hacer series anaeróbicas para mejorar sus tiempos y el lector entrar en lecturas más técnicas y salir de su zona de confort.
Leer es una actividad como cualquier otra, se puede hacer bien, regular o mal. Hacerlo bien no es imprescindible, depende de los propósitos del lector. Ya se sabe que las comparaciones son odiosas, pero digamos que soy aficionado al fútbol y no por ello me aprendo las alineaciones de memoria ni me intereso por las tácticas o los intríngulis del fuera de juego. En cambio sí quiero ser buen lector, cada día pretendo hacerlo mejor, y en la búsqueda de criterio me apoyo en otros grandes lectores, como es el que nos ocupa.
Si recomiendo este librito es primero por su amenidad, claro está teniendo en cuenta que se trata de un ensayo de teoría literaria. El ensayo recoge los artículos publicados en un suplemento cultural británico, a la manera de los de Pérez Reverte pero en este caso cada semana llega un elemento de la narrativa de ficción. El primer artículo trata El comienzo y el último El fin, y perdónenme la perogrullada pero es que tiene su sentido y su lógica. Entre medio hay artículos dedicados a El suspense, Los nombres, El misterio, El tiempo, Los cambios temporales, El flujo de conciencia, Los sobreentendidos… y así hasta 50 articulitos que podemos leer según nuestras necesidades o capricho.

Sumamente interesante para los lectores pero también, digo yo, para los escritores. En mi caso pasa a la lista de próximas adquisiciones porque tengo previsto releer y subrayar con fruición.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Prólogo más que probable de la próxima novela.

          Mi descubrimiento de los dólmenes fue tan casual como afortunado. Primero fue la afición a la cultura del vino. Mi mujer y yo nos enamoramos a primera vista del paisaje extraño, a la vez árido y feraz, en el que se alojan los orgullosos habitantes de La Rioja Alavesa. La excusa que nos llevaba allí eran sus deliciosos vinos, ¡tan diferentes los unos de los otros! A nuestro afán por degustarlos se unía nuestra innata curiosidad, el gusto por explorar y aprender, y dadas dichas circunstancias dar con La Chabola de la Hechicera era cuestión de tiempo. A primera vista nos dejamos contagiar por la leyenda, no eran más que unas piedras ciclópeas colocadas de manera tal que inducían a soñar. Luego vino una documentación somera, esa que entusiasma y divierte por encima de cualquier otro afán profesional. Al mismo tiempo que profundizábamos en aquel modo de vida prehistórico, neolítico para ser más exactos, visitamos otros dólmenes, primero los más cercanos, luego ampliando el radio de acción hasta el centenar de kilómetros; era la excusa perfecta para conocer nuevos parajes.
           Tiempo después, con el aprendizaje surgió algo en mi, algo así como una deuda hacia aquellas piedras que ya se habían convertido en ortostatos, hacia los dólmenes que ya llamábamos Túmulos funerarios, luego esta novela. De hecho, por aquel entonces ya estaba bien avanzado mi anterior trabajo, La escritura necesaria, que contiene un guiño a dicha afición, origen de una obsesión.
Imbuido yo por la necesidad de vender libros me imaginaba por aquel entonces novelando una historia vertiginosa y preñada de acción, sin descuidar la prosa, claro está piedra angular de todo aquello que contenga mínimas pretensiones literarias. Progresivamente, sin embargo, mis maravillosas ideas chocaban contra la documentación. No había grandes gestas, ni batallas ni actos heroicos, nada memorable que referir. Me enfrentaba a unas piedras silenciosas, manipuladas además por un hombre contemporáneo más preocupado por ofrecer una fachada espectacular al turista que por instruir (cosa entendible en cierto modo porque lo uno puede llevar a lo otro).
          En definitiva me encontré vacío, nada semejante, dígase, al pánico al papel en blanco. No. Lo que hice fue dejarme llevar por la experiencia, eso tan difícil de explicar y que da en llamarse “conocimiento del oficio”. ¿Qué es un escritor sino un soñador?
           Ni sabía entonces, ni lo se ahora, si la novela la iban a leer docenas o millares, aunque más probable lo primero que lo segundo. Si acaso escribir es el arte más difícil y completo, no es oficio reconocido y consiste en mezclar palabras con sentido. Así que comencé a escribir, describí paisajes, observé el contaminado cielo nocturno y pensé, soñé.

           Me costó dominar la documentación, más por escasa y difícil de localizar que por compleja. No hay manuales ambiciosos que abarquen el fenómeno del Megalitismo, prácticamente nada específico, solamente apartados dentro de un fenómeno más amplio: el Neolítico. Por otro lado la historiografía de hoy, en mi humilde opinión ni mejor ni peor que la anterior, se halla tan profanada por el método científico que no ha lugar a ensayos atrevidos que traduzcan en sueños el duro y valioso trabajo de los especialistas en la materia: los arqueólogos. En esta tesitura resulta complicado para un hombre poco versado en la materia hacerse una idea de cómo vivían aquellos hombres: ¿Qué pensaban?, ¿a qué dioses veneraban?, ¿como vestían?, ¿qué comían y bebían?
           Se encuentra uno con unas piedras magníficas, manipuladas previamente por los arqueólogos con mayor o menor fortuna, y luego toca visitar Museos para ver los ajuares que se hallaron en su interior. Acceder a los profesionales no fue igual de sencillo, tal vez culpa de la inexperiencia; el caso que cuando di con ellos ya era tarde porque había iniciado un camino caro de retornar. Sí, lo digo a modo de disculpa, porque de haber conversado antes con profesionales de la talla humana de Luis Arazuri Izquierdo y José Antonio Mugica Alustiza, es más que probable que la novela hubiera tomado derroteros bien distintos.
          Dicho lo precedente, quede claro que lo que el lector tiene entre manos es una novela, y cualquier hecho que se refiera no tiene por qué coincidir con la realidad pretérita. Por otro lado la novela traza desde su inicio un brusco itinerario. El total desconocimiento de los sucesos extraordinarios que a buen seguro acaecieron a aquellos hombres venía a suponer terreno allanado para que se deslizaran a través de la trama mis tradicionales obsesiones. De aquí probablemente el enrevesado nudo de la presente novela, la zozobra de un hombre en búsqueda de sí mismo. No fue fácil. La trama psicológica se complicó sobremanera y tuve que buscar el auxilio de especialistas en la materia, que aprovecho aquí para mencionar someramente, a modo de agradecimiento: ... y ... Su ayuda no fue contundente pero sí imprescindible; significó el visto bueno a la ruta que me había marcado, la seguridad de que no trabajaba en balde.
          Por otro lado dudé, y aún hoy dudo, respecto a cuál será la posición del lector frente a la susodicha trama psicológica. El dicho “cualquier tiempo pasado fue mejor” nos puede llevar al engaño de que el hombre prehistórico vivía feliz en su integración con la naturaleza. Pensarán algunos que el estrés es característica exclusiva de la economía de consumo y la sociedad de masas. Dudo yo de ello, quizás obsesionado con la naturaleza animal del hombre, dígase social si se prefiere, de la que depende todo su equilibrio. No hay más que imaginar a un individuo rechazado por la sociedad. Seguro que todos hemos visto algún documental del mundo animal en el que un ejemplar se ve azarosamente apartado de la manada. Su margen de supervivencia disminuye terriblemente, además de que se ve invadido por el estrés y la ansiedad.
          Por otro lado, y quede claro que me muevo en las arenas movedizas de la opinión, no creo yo que hayamos cambiado tanto en cuanto a las estructuras mentales. Obviando tecnología y cultura, obviando el incierto concepto de civilización, siento yo que aquellos hombres albergaban aspiraciones semejantes a las nuestras, poco más que la integración en el entorno, el dominio, aquello que damos en llamar prosaicamente felicidad.


          Dicho lo anterior, disientas o no, lector, con mis opiniones, solamente aspiro a que esta liviana lectura te sirva, cuando menos, como evasión de tus tareas cotidianas; mejor que mejor si despierta en ti la curiosidad por esos dólmenes que a mi tanto me fascinaron. Quizás te encontraste algún día con uno de ellos pero no captó tu atención, quizás estén más cerca de lo que imaginas. Debes saber que aquellas gentes pusieron tanta o más dedicación en ellos que los que posteriormente construyeron carreteras y aeropuertos, recias murallas alrededor de sus ciudades, o que aquellos otros que edificaron Catedrales a la mayor gloria de Dios.

sábado, 15 de marzo de 2014

De atascos y otras vicisitudes del escritor.

            Estoy atascado. Dos semanas sin escribir es imperdonable. Dos días sin trabajar, y volver se hace cuesta arriba, dos semanas significan un abismo.
            Pasadas las Navidades me atreví incluso a contar las semanas que me restaban para finiquitar la novela. ¡La vi terminada! Ahora no atisbo un final. Siento que habrá que cambiar cosas aquí o allá.
            No es algo nuevo, ¡gracias a Dios! No se si yerro, pero yo lo considero gajes del oficio. Desde ya me conjuro contra la molicie. Le echo la culpa al twitter y a los blogs, a la promoción de La escritura necesaria, que también tienen lo suyo. Pero no me fustigo, que tengo un trabajo ajeno y una bella familia que sacar adelante.
            Escribo esta entrada de un tirón. La compañía de un niño de 3 años en cama estrecha es motivo más que suficiente para madrugar (son las 8:30 de un sábado y para mi eso es madrugar). Dentro de un ratito dejamos a los niños con los abuelos y mi mujer y yo nos vamos a visitar una bodega y a comer por ahí. El bienestar se mima y se cultiva.
            En la noche, me he prometido una excursión en solitario, que llevo posponiendo dos semanas. Huiré de las relumbrantes luces que impiden a la noche ser. Caminaré solo, en la oscuridad, con la compañía de mi bordón y una linterna (el bloc de notas y el lápiz ni los enumero porque significan lo mismo que cualquiera de mis articulaciones). Necesito ser uno más en la naturaleza, escuchar los sonidos de la noche, las emociones que embargan a mi protagonista hacerlas realidad.

            Mañana será otro día. No dudo que volveré. No le daré las gracias a las musas. Prefiero hablar de obsesión, oficio de escritor.

viernes, 31 de enero de 2014

Mugs and Books

Bueno, esta será una entrada atípica para este baby blog, pero de alguna manera también tiene significado dentro de la trayectoria del escritor, pues toca salir ahí fuera, enredar en las redes sociales, tratar de ser leído.
Enredado por un concursillo ligero del endemoniado twitter, ahí va una foto que incluye taza y libro.
¡Lo importante es participar!

Os guste o no la taza, solamente tengo otra y me decanto por esta porque admite la cantidad de café justa y necesaria más tres botones de sacarina. En cuanto a la elección de libro y lugar, Stendhal es para mi un escritor de gran "fortaleza", valiente, agresivo, que atiza al lector convenientemente para que no se estanque. Y el lugar, bueno... Negro.

viernes, 17 de enero de 2014

Amanecer en La Hechicera.

Primer sol en el corredor del túmulo
Aún no tengo título, aún queda mucho por hacer, pero la trama ya está ahí, y los personajes hallaron destino definitivo. Toca armarse de pico y pala, nada más que trabajar, pulir, retocar, revisar y volver a revisar.
Para mejor realizar esta labor que se avecina nada mejor que pasear sobre el terreno, tomar nuevas fotografías, redescubrir la fauna y la flora, y mucho más.
Llegan las vacaciones de Navidad (no tengo perdón de Dios, escribir la entrada tan tarde), y se me escapó el Solsticio de Invierno, pero tampoco es imprescindible porque la novela se desarrolla durante el solsticio de verano.
Curiosamente nace el sol en estos días por el sureste, sí, por el sureste dije. Oriente, poniente, no son términos fijos a lo largo del año. Fue algo que llamó mi atención desde que por vez primera me enfrenté a los dólmenes. Los corredores, las puertas de entrada al más allá se disponían de forma peculiar, hacia el sureste. Supongo que un astrónomo no se hubiera sorprendido, y no creáis que no me costó averiguar que el solsticio de invierno era la clave de los dólmenes, la noche más larga del año, la muerte y resurrección del sol.
No amanece pero hay claridad.
Supongo que tengo una forma peculiar de enfocar la historia, quizás no es más que un juego que muchos practican, el caso que me gusta ponerme en la piel de aquellos que habitaron diferentes siglos, milenios en este caso. Se trata de una tarea compleja de "destrucción" de prejuicios, de "eliminación" de memoria, conocimientos y tecnología. Al final del juego queda el hombre, y sus aspiraciones y miedos no difieren en mucho de los que tenemos hoy en día cada uno de nosotros.
Esto que digo, que tan obvio nos parece, no debe serlo tanto porque cada vez que entro en una conversación ligera sobre la materia, ya sea con profesionales del ramo histórico o con profanos, siempre los hay que disienten. Los hay que me dicen que aquellos hombres vivían felices, sin preocupación de ningún género, nada más que buscarse el sustento. Los hay que creen que mejor se vive ahora, los menos, y aún así piensan que el estrés a día de hoy es apabullante. En cambio yo pienso que no ha cambiado nada de nada. Vosotros diréis.
Bandada de pájaros sobrevolando las viñas.
Creo yo que los habría felices y dominantes, y no tan felices y dominados, agraciados y desgraciados. Sin pensar en los avances médicos, solamente imaginar ser un rechazado, un paria, en aquellas pequeñas sociedades, y me echo a temblar; mejor la muerte.
En fin, que me voy del tema, aunque no tanto ;)
6:30 de la mañana, arriba para atrapar el primer sol que brillará en la fría piedra del Dolmen de la Hechicera. Craso error de cálculo, pues íbamos la familia entera, y entre una y otra llegamos tarde, no para ver el amanecer, que sí que lo pillamos porque sucedía exactamente a las 8:39, pero improvisé, no pensé, y olvidé el reflejo del sol.
            Como bien sabréis sucede en las zonas montañosas, al anochecer y al amanecer, que el sol ya se ha metido o que aún no ha salido pero su reflejo ilumina el cielo. Pensaba yo ganar para mi dichas impresiones de semioscuridad, pero llegamos a las 8:20 y para entonces el cielo estaba completamente claro.
Bueno, excusa para volver, a ser posible cuando haga menos frío, porque allí se desataba un viento helador que me hizo suponer que aquella gente temía más al frío que al mismo diablo.
Otra sorpresa antes de marchar, una bandada de "pájaros", a saber si eran gorriones o estorninos. Me pareció distinguir también a un depredador, un aguilucho o un azor.
 Y por fin el sol salió. Una banda de estratos dificultó y atrasó la explosión. El Rey apuntaba directamente al corredor de entrada del Dolmen de la Hechicera. Pude imaginar entonces qué tipo de ritual llevarían a cabo, cómo resplandecerían los rayos de un nuevo sol en aquella tan admirable obra de los hombres.

Tal vez aquellos hombres no sabían, como la ciencia enseña, la verdadera importancia del sol para la vida en la tierra, y sin embargo lo intuían. Pónganse en la piel de aquella gente, imaginen, si acaso se puede, un invierno sin gas ciudad. Yo recuerdo en la infancia que la hora de irse a dormir a la fría cama era todo un tormento, pues imaginen la satisfacción con que aquellos hombres verían la victoria del sol sobre la larga y fría noche de invierno.

Qué bien nos vendría una vuelta a la naturaleza, volver a sentir sobre nuestras cabezas el fabuloso peso de las estrellas.
Sorprendente duplicación del sol sobre un charco, a la sombra de un soberbio roble bellotero.