jueves, 1 de diciembre de 2016

Juan José Saer, El entenado (1983).



 Que no incluya esta novela entre mis clásicos no significa más que eso, que he considerado que no encajaba bien ahí. Quizás me equivoque; mi vida es un equívoco de cabo a rabo. Incluso puede ser que luego lea otra novela del autor que me fascine tanto que no me quede otro remedio que rectificar; aunque algo me dice que en esto no yerro. Con respecto a lo último tengo que decir que entre mis más apreciados autores hay novelas que no valen gran cosa, para mí (insisto que esto no es más que una opinión personal y no tratamos de ciencia). Por poner dos ejemplos de autores clásicos españoles, Baroja y Sender, que se seguirán leyendo después de mil años (si es que sigue habiendo lectores), en sendos casos podríamos hablar de al menos una docena de novelas de calidad mediocre, pero hay que tener en cuenta que al menos dos o tres de sus novelas los convierten, ineludiblemente, en autores clásicos, y por ende toda su obra se contagia de dicho calificativo “clásico”.
En fin, salgamos del berenjenal y comencemos con la crítica, si es que a esto se le puede llamar crítica. Desde luego que no puedo presumir de disponibilidad de tiempo, así que trataré de ser escueto.
Comencemos por el final, la crítica de Ricardo Piglia que adorna la contraportada:

«Decir que Saer es el mejor escritor argentino actual es una manera de desmerecer su obra. Sería preciso decir, para ser más exactos, que Saer es uno de los mejores escritores actuales en cualquier lengua».

Hubiera sido fácil para mí seguir dicha senda abierta y buscar los puntos fuertes de la novela; supongo que así harán los lectores conformistas. Algo he ojeado por ahí, y la verdad que dicen que esta novela es una de las mejores del autor, y en su defensa decir que tiene una trama en cierto modo entretenida y ágil, a diferencia de lo que se comenta de otras de sus novelas. Desde luego que yo no me dejo impresionar por el vocabulario rebuscado; dicen las malas lenguas que funciona con los jurados cuando fallan concursos literarios provincianos (¡y no tan provincianos!). A mí me interesa la chicha, el contenido de la novela, aquello que el autor me pretende transmitir, y claro que me intereso por el lenguaje, y por las maneras y las técnicas de que usa el escritor para dicha transmisión, ¡obvio!, pero no olvidemos que el lenguaje es instrumento y medio, para nada protagonista de una novela, o así al menos pienso yo. Y he aquí que la primera palabra con la que afrontamos la presente novela, el propio título, nos obliga a acudir al diccionario, El entenado: según la RAE, hijastro, hijo de la persona con la que está casado alguien.

Se hablaba de ciudades pavimentadas de oro, del paraíso sobre la tierra, de monstruos marinos que surgían súbitos del agua y que los marineros confundían con islas, hasta tal punto que desembarcaban sobre su lomo y acampaban entre las anfractuosidades de su piel pétrea y escamosa.

            Anfractuosidades, fijaos en este término. Según la RAE, “En anatomía humana, un surco, también llamado anfractuosidad o hendidura es un término general usado para toda ranura o repliegue, especialmente las de la superficie de la corteza cerebral que separan circunvoluciones.
            A ver, usar de esta terminología no tiene nada de negativo o superficial, y tampoco es que abuse de ella. Además, que la prosa, como podéis apreciar, es fantásticamente musical, quizás a veces en exceso almibarada. Ahora bien, el narrador de la historia es el propio protagonista, y aquí es donde entro a considerar mis contras. Adoro a aquellos autores que me presentan personajes “reales”, personajes que a mí se me hacen creíbles, que yo imagino de carne y hueso, personajes que tienen defectos y virtudes, hombres o mujeres imperfectos. En este caso no me he creído al personaje. A menudo lo he puesto en tela de juicio. ¡Ojo! que estoy comparando a Saer con los grandes clásicos, Stendhal, Tolstoi o Henry James, que no se trata de otra cosa sino de decidir su inclusión en el Olimpo de los Dioses.

            Por otro lado está el tema. Toda gran novela tiene un tema alrededor del cual gira en su totalidad, quizás a veces incluso haya más de un tema. Aquí no hay dudas, el tema es la antropofagia, el canibalismo, y es, a mi modo de ver, otro de los grandes defectos de la novela. El canibalismo ocupa demasiado espacio, a mi modo de ver, según el planteamiento de la novela. El entenado narra la historia de un joven que, en la época de la conquista de América, se ve recluido de forma extraña durante diez años entre una tribu de indígenas. Esos diez años ocupan más de la mitad de la novela, pero el canibalismo, que viene a ser descrito como un hecho puntual, diríase cultural, que se da un solo día al año, ocupa prácticamente toda la novela mientras que se pasa de puntillas por todo lo demás. Considero que diez años de convivencia en el interior de una tribu indígena dan para mucho, y sin embargo me he quedado con la firme sensación de que el protagonista apenas ha vivido otras experiencias que las descritas durante los días de banquete orgiástico. Podríamos concluir que se obsesionó con el canibalismo, pero es que el protagonista nos es presentado como un hombre extraordinariamente cuerdo en todas las facetas de su vida.
            En fin, no es más que una opinión, discutible como todas, como lo es también la de Ricardo Piglia.

martes, 15 de noviembre de 2016

Les heritiérs (2014, Francia). Una reflexión baladí sobre la enseñanza actual.



El cine, al igual que la literatura, puede ser simple entretenimiento o revulsivo. Hay tiempo y ocasión para todo, pero la película que os traigo a colación es un interesante alegato contra la mala educación.
Anne Guegen es una profesora de Instituto que, de la mano de una conmovedora vocación, se preocupa de sus alumnos más problemáticos y los desafía a participar en un concurso estatal sobre niños y adolescentes en un campo de concentración nazi. Las lecturas que se pueden entresacar son varias, pero yo me quedo con esa enseñanza que consiste en que los alumnos aprendan por sí mismos. Otra lectura es el destino de una clase social marginada con un futuro gris por delante, la otra el mediocre panorama educativo de las sociedades occidentales teniendo en cuenta los enormes recursos disponibles. De hecho, el film pasa de puntillas alrededor de las dificultades internas, profesionales, con las que se enfrenta la profesora Guegen para llevar a cabo sus propósitos y que podían haber desembocado en otra historia completamente diferente, igualmente interesante pero más alejada del melodrama. En fin, que se trata de un film francamente interesante.
A mí desde luego que me ha hecho reflexionar y, como podéis comprobar, sigo en ello. Mis hijos tienen 6 y 8 y día tras día me llegan a casa con deberes y más deberes, pero no le voy a echar la culpa a estos y caer en el excesivo debate que se está dando al respecto. A mí lo que me preocupa es el currículo, y lo peor que no veo visos de mejora porque cuando escucho a los grupos políticos hablar de educación terminan desbarrando en asuntos de escasa enjundia.
Vamos a ver, el debate debería centrarse en lo que los niños necesitan aprender. ¿Qué es lo que realmente precisan? En mi humilde opinión necesitan aprender a aprender por sí mismos. Sí, la disciplina es importante, y también lo es la adaptación a este mundo cambiante, pero sería mucho más fácil con menos contenidos, que son, en definitiva, a estas edades, contenidos de usar y tirar que se memorizan sin comprensión para luego ser desechados sin reciclaje.
Por poner un ejemplo, me hago cruces al comprobar cómo los niños de 8 años se aprenden al dedillo las tablas de multiplicar, ¡como el Padrenuestro!, cuando en realidad ni siquiera saben aún el concepto de multiplicación (que viene a ser una suma múltiple). Con seis o siete años se les enseña las diferencias entre un árbol de hoja caduca y otra de hoja perenne cuando están en edad de subirse a los árboles y correr por el bosque.
En fin, ahí queda mi ociosa reflexión, seguramente equivocada, pero no por ello la movie deja de ser interesantísima.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Magistral, de Rubén Martín Giráldez (2016)

Perdónenme los lectores, y especialmente el escritor, por esta insípida reseña elaborada a bote pronto de un pequeño librito que no admite categoría y, mucho menos, prisas.
La he sufrido con una mezcla de amor y odio comprensible dado que pareciera que es lo que busca provocar el propio autor-socarrón, que no duda en denominar a los lectores españoles como “probadores de venenos”. Atinada me parece semejante comparación, y ¡atrevida! Valga este atrevimiento la paciencia para leerlo.
La verdad que soy muy contrario al que, supongo, su ideario, y repito supongo porque ya amenaza el propio autor con que su obra no está escrita para cualquiera y que hay que releerla o abandonarla. No seré yo quien lo juzgue aquí, aunque, en honor a la verdad, soy más quevediano que gongoriano, si es que viene al caso la comparación. Sí, tengo en más el contenido que el continente, siendo como soy enemigo de francotiradores del lenguaje y fustigador de aquellos que persiguen anglicanismos cual salvapatrias o Torquemadas.
Dicho lo precedente, y sin ensalzar al escritor, que de eso ya se han encargado medios y más medios pese a lo mucho que le pese al escritor que su voz caiga en saco roto, el autor tiene enormes cualidades, técnicas ante todo y sobre todo, pero me pena que los complique a través de lenguaraces piruetas. Me convierto desde ahora en un fiel seguidor de sus herramientas lingüísticas (a ver si se me pega algo) pero me gustaría encontrar más contenido que continente, pues encuentro más placer en lo que me dicen que en cómo me lo dicen, quizás porque siempre he huido del género de los engatusadores, o quizás, quién coño sabe, porque mis orígenes son tan humildes que me han llevado a valorar en más el techo que me cubre que el ladrillo con el cual se construyó la susodicha casa.

Os dejo algunos fragmentos para que juzguéis u os atreváis con un nombre que, sin duda, seguirá sonando fuerte, Rubén Martín Giráldez. En su descargo decir que se trata de una obra súper corta, que apenas contiene unas 50 páginas útiles, tremendamente sarcástica, satírica, ¡y acertada! con respecto a nuestra literaturilla española actual.

Me dije muchas veces que más me habría valido escribir una obra menor y punto ―como me aconsejaban la cordura, el viceprimersiguiente, mi ayuda de cámara, la feligresía de la Madre Mímica en pleno, las convulsionarias y mis enemigos―, que así al menos me habría quedado algo de brebaje de botarate en el hueco de la espina dorsal, porque ahora el tuétano sólo me sirve para hacer pringá y poco más.

Yo soy un cultor y llevo el veneno en el códex, pero el escritor de raza no existe porque la estupidez no es una raza sino un estado. Y así se me iba el día, entre hacer cosas de rey, convulsiones y virulencia; convulsiones, virulencia y hacer cosas de rey, y de vez en cuando garabatear un poquito. ¿Cuánto hace que perdí aquella sensación de «por las noches leo y me hago más fuerte y os supero a todos, panda de haraganes»? Los deberes del cargo, los atributos de la corona, las obligaciones paternas, el turismo entre familiares, los fueros que terminan siendo castigo: todo me impide ahora hacerme mejor por las noches desde hace mucho. Era y es más cansado que morir de pie.

Para ser sinceros, no sé contar una historia, lo mío es más bien elaborar comentarios sobre el límite borroso entre problema y solución.

Hay un tipo de modestia que empezó a triunfar entre los escritores de la generación que me precede y que considero intolerable, me refiero a la de índole sincera, real. ¿Para qué escribir si no se cree uno un genio? Si no crees que eres el mejor, no me hagas perder el tiempo. No me pidas nada si al final me lo vas a pedir por favor.

Hay en la literatura española mil tragabolas por cada tragasables.

No se puede escribir a fuerza de reverencias ni a fuerza de balanazos en los carrillos, y para practicar el término medio ya tenemos editoriales y premios especializados.

Para producir una obra nutritiva hay que estar dispuesto a ser percibido como problemático. La confesión de una fe, equivocada o no, siempre es problemática, y mi fe ya va dicho que era en mí mismo. Las proporciones inusitadas de afectación que la autobiografía favorece me llevaron a dar con mi fea técnica novedosa.


La auténtica literatura, o lo que es lo mismo: la literatura no española, no avisa de cuáles son sus planes; la literatura no española tiene que callar para no interrumpir la bufonada; la literatura no española es menos insumisa y disidente de lo que se cree, ya no es tan joven. Sin embargo, quien afirma que no hay dios que escriba nada bueno es porque no tiene talento ni para imaginar lo que haría su vecino con la mitad del talento suyo.

Si el genio quiere comportarse como tal y no caer en la ruindad tendrá que encontrar el equilibro entre no ponerse ronco de comer pollas y confiar la publicación de lo suyo a la puta casualidad. He perdido la alegría del genio y ahora perderé la del bufón.

Creo que es posible que alguien muy inteligente escriba un libro malo y creo también que un tonto tiene la posibilidad de producir un libro brutal, de buen salvaje; quien diga lo contrario no sabe de la tinta la mitad.




miércoles, 5 de octubre de 2016

Entrevista al autor.

Curiosamente un retweet me trajo al recuerdo esta entrevista que me hizo Tensy Gesteira hará un año aproximadamente. Uno se relee y siente raro. Quizás un año no es suficiente para cambiar, aunque supongo que respondería de manera diferente a algunas preguntas. 
Simplemente os dejo un enlace por si a alguien le apetece leerla.

Entrevista de Tensy Gesteira, desde el Blog Lecturafilia


miércoles, 28 de septiembre de 2016

Edith Wharton, Criticar ficción



           Dice Amelia Pérez de Villar, traductora y prologuista de este ensayo, que:

El hilo conductor de esta selección de artículos de Edith Wharton es, como indica el título, la crítica de la ficción, en el sentido más amplio tanto de crítica como de ficción, cuyo estudio aborda la autora desde casi todos los puntos de vista. El comienzo moral de este juicio de valor es una pregunta al estilo de aquella otra tan célebre de las primeras líneas de Conversación en la Catedral, «¿En qué momento se había jodido el Perú?». Wharton se pregunta con la misma vehemencia «¿Cuándo, en la breve historia de la ficción, ha llegado la crítica a formar parte de un proceso regular y organizado de práctica del elogio?»

Wharton expone la necesidad de que exista una crítica literaria profesional mientras se queja del componente mercenario de la actividad. Al mismo tiempo trata de dar a los jóvenes escritores consejos para que se conviertan en autores consagrados sin morir en el intento, pero no solamente aconseja como deberíamos escribir sino también cómo deberíamos leer. En definitiva nos da dos opciones, jugar en el campo de la fugacidad (escribir novela histórica o negra, por ejemplo) o en el campo de la permanencia (novela costumbrista, psicológica, pónganle la etiqueta que prefieran).
En fin, se trata de una lectura extremadamente interesante para aquellos que tienen un blog y pretenden leer cada día mejor para disfrutar de su entretenimiento favorito, o para aquellos que quieren sacar un mayor partido al tiempo que invierten leyendo, o, ¡cómo no!, para aquellos que escriben y albergan pretensiones de que sus personajes y sus historias pervivan en la imaginación de los lectores.
No es necesario leerse este ensayo de un tirón. De hecho se divide en cuatro partes y, a mi modo de ver, solamente hay una parte, la primera, “Criticar ficción”, imprescindible. Contiene ésta 7 artículos de entre los cuales yo, personalmente, fotocopiaré 3 o 4 para poder subrayarlos a gusto y hacerlos míos. El resto de partes son “Escribir sobre escritores”, “Criticar teatro” y “Escribir sobre uno mismo”. Igualmente, cada cual debe elegir las partes que le sean más útiles y disfrutar de su relectura.
Cada capítulo es de una densidad asombrosa, y no quiero decir con esto que sea difícil de entender. Desde luego que su lectura requiere de atención y concentración, pero se trata de artículos de reducida extensión llenos de, me atrevo a decir, revelaciones para el lector.
Igualmente, pienso yo que lo que Edith nos dice es perfectamente válido para este nuestro siglo XXI. 

jueves, 1 de septiembre de 2016

Un experimento crítico. El filo de la navaja, de Somerset Maugham.



Llegué a esta novela por recomendación, aunque luego que lo pienso quizás me recomendaron sus relatos. No sé, desde luego que no voy a volver a probar fortuna porque ya he tenido suficiente Maugham para mucho tiempo.
No os miento si os digo que comencé la lectura ilusionado, pues contiene un prólogo interesante en el que se menciona a Henry James (Incluso a su hermano William James con respecto a su trabajo en el terreno de la psicología). En fin, menciones literarias haylas, pero van cayendo como todo en su obra, de forma liviana y desubicada.
No os negaré que yo también tengo prejuicios. Cuando comencé a leerla lo anuncié en twitter a bombo y platillo, ¡condenadas manías! Hubo opiniones para todos los gustos, algunas demasiado entusiastas. Me quedo con la frase de un tuitero que, a mi manera de ver, hizo la mejor crítica literaria que he leído en mucho tiempo: “A los veinte me pareció apasionante. No he vuelto sobre ella.”
En cuanto me acerqué a la Wikipedia y observé que había tenido un éxito de ventas increíble desconfié sobremanera. De ahí fui a Google a buscar alguna que otra reseña; tuve escaso éxito, así que me quedó claro que Somerset Maugham no había superado el escollo del tiempo.
Entonces me planteé, quizás me vino a la memoria la broma de algunos escritores que dicen que hay que leer de todo, malo y bueno, gracias a lo cual seguí adelante en la lectura. El prejuicio gobernaba en mí, naturalmente. En algún lado leí que Maugham era el maestro del cliché, y ya solo veía descripciones y más descripciones, personas que entraban en la novela para luego desaparecer por la puerta de atrás, descripciones de una o dos frases en las que se me daban detalles como el peinado y el color del pelo, o la forma de la nariz. Pero también se describían las habitaciones, los restaurantes, los jardines. Entonces me di cuenta de que podía leer sin enterarme de lo que leía y que tampoco pasaba nada, la trama la seguía sin problemas, y entonces quizás, y sólo quizás, entendí el éxito de sus novelas. Son fáciles de leer, uno entra en la trama y no necesita observar un elevado grado de concentración al tiempo que no hay dilemas morales de enjundia que vengan a perturbarnos. Todo sucede como en un cuento de hadas en el que se huele un final feliz.
No lo sé porque no he sido capaz de terminarla.
Para nada me considero un crítico literario, pero ¿no recordamos las grandes novelas por sus personajes inolvidables?, desde Barry Lyndon a Holden Caufield pasando por Julián Sorel. ¿Recordaré yo a Larry, un muchacho simpático, listo y de buena familia que se alista en el ejército como voluntario y que vuelve un poco afectado por la experiencia? No sé, a mí me gustan esas novelas con personajes trastornados, como el memorable jugador de ajedrez de La defensa, de Nabokov, el gran Luzhin. Ni siquiera me es necesario acordarme de sus nombres, el caso que los personajes nunca los olvidaré, como al protagonista de Hambre, de Knut Hamsun, o al orondo portador de la gorra verde en La conjura de los necios. Y si no los olvidaré nunca es porque se trata de personajes que me creo; de alguna manera el escritor ha conseguido pintarlos igual de reales que las personas de carne y hueso que me rodean a diario. En cambio Larry, a Larry no me lo creo. No llega de la guerra con un trastorno por estrés post-traumático ni mucho menos, llega tocado porque ha visto la muerte y busca a Dios. ¡Venga hombre!, Larry no parece de carne y hueso, no se le ve angustiado, no sufre de trastornos de ansiedad, es un ser moderado, pulcro, bondadoso, digamos que mitológico, que recorre un mundo invisible a su pureza. No encuentro comparación entre los mortales a no ser que hurgue en las religiones y mencione a Confucio, Buda o Jesucristo.
No me hagáis mucho caso, quizás exagero. En realidad esta reflexión no se trata sino de un experimento crítico. Además, quién soy yo para hablar de una novela de éxito semejante, para más inri cuando ni siquiera he llegado al fondo de la historia. El caso que el abandono fue firme. Andaba inmerso en su lectura cuando me topé con una frase de Oscar Wilde que me decidió por abandonarlo de inmediato: “Cuando un libro no se disfruta al releerlo una y otra vez, es que no merece la pena leerlo en absoluto”.