Ensayos como este no tienen éxito alguno. Es una pena que no alcancen más difusión ahora que tantos somos los que abrimos nuestro propio blog para charlar acerca de los libros que leemos, porque, en definitiva, nos guste o no, hacemos una forma de crítica literaria, desafortunadamente hoy casi la única visible.
Quede
claro desde el inicio que este libro no es otra cosa que una valiente
recopilación de textos críticos de H. James. Y desde ya confieso que la lectura
de cualquiera de los textos críticos de James limita mi autoestima.
Sobre la
crítica, advierte:
El efecto –por no decir la principal obligación–
de la crítica es que nuestra asimilación y disfrute de lo que alimenta nuestro
intelecto sea lo más consciente posible, ya que esa consciencia estimula la
exigencia mental y va más allá, en busca de más pasto con que alimentarse.
Supongo
que este tipo de crítica existe hoy en día, aunque yo la desconozca. Ya me
gustaría encontrar una crítica tan lúcida y penetrante acerca de mis clásicos
favoritos; desde luego que yo me siento completamente incapaz de llevar a cabo
semejante tarea.
James
analiza aquí solamente unos pocos de los que fueron, para él, clásicos modernos:
Balzac, Zola, Flaubert, Stevenson, George Sand o D’Annunzio (recomiendo pues,
al lector, que se acerque solamente a los artículos que sean de su interés).
Y
lo hace con un estilo propio e inimitable, al mismo tiempo valiente y
arriesgado; también oscuro por lo hondo que profundiza en el análisis. Quede
claro que a James no le arredran los nombres; analiza sin piedad y al mismo tiempo
sin escatimar en elogios. Es un lector que rebosa confianza en sí mismo, y eso
es de agradecer. Dice James que:
Ninguna
mezquindad en arte resulta tan mezquina como la económica.
Valga
como ejemplo cuando habla de algunos errores cometidos por Flaubert, como es el
caso de uno de los personajes centrales de La educación sentimental, Madame
Arnaux, o a propósito de Bouvard y Pécuchet:
¡Pero
si es el viejo Flaubert, a fin de cuentas! Y tal vez nos arriesgamos a
condescender, ante el miedo a no decir nada que valga la pena.
Y
fue un error, un trágico error, que es un tema del que no suele hablarse, el
haberse embarcado en esa obra suya titulada Bouvard y Pécuchet y no haberla
abandonado, antes de ser abandonado por ella.
Ojo
con estas críticas, que son siempre constructivas, pero a mí me ha sucedido en
alguna ocasión (rara, todo hay que decirlo) que doy mi opinión (y enfatizo
siempre que no es más que una simple opinión) de alguna novela que tengo
reciente, y siempre está el lector que considera que los grandes genios
solamente admiten críticas positivas al cien por cien porque jamás cometieron
error.
Él
mismo analiza sus limitaciones como crítico:
He
insistido bastante en que hablo desde el punto de vista del interés que el
autor despierta en un lector de su propio oficio.
En
fin, y sumando, H. James presume además de haber conocido a los autores de los
que habla (estos últimos párrafos os lo podéis saltar perfectamente. Dan un aire del ensayo y son un ejemplo de las recomendaciones que uno puede aprovechar del maestro) :
Robert
Louis Stevenson tuvo la inmensa suerte de crear, en mayor medida que cualquier
hombre de su oficio en nuestros días, un corpus de lectores inspirados por unos
sentimientos que nosotros, mayoritariamente, ponemos sólo al servicio de
aquellos a los que profesamos un afecto personal. No hay nadie, podemos afirmar
con total seguridad, de cuantos conocieron al hombre, que no fuese también
devoto del escritor, confirmándose así una regla general (si es que existe tal
cosa) que nos ofrece muchas excepciones; pero como es natural, y no
necesariamente inconveniente, no todos los devotos del escritor tuvieron la
posibilidad de llegar hasta el hombre. La cuestión fue que, de algún modo, el
hombre sí llegó hasta ellos y leerle (me refiero a leerle en toda la magnitud
de su atractivo) llegó a significar para mucha gente casi tanto como conocerle
en persona. Fue como si se escribiera a sí mismo de la forma más categórica y
completa y saliera directamente a la superficie de su prosa, o aún más, a la
superficie del más afortunado de sus versos; de modo que todo esto irradiaba,
además de muchas otras cosas, su propio aspecto, sus gestos y su voz, sugería
su vida y sus maneras, todo lo que allí había de él, sin exceptuar sus
“tremendos secretos”.
Enseguida
conseguimos poseerle entero, y el ejemplo es de lo más curioso y bello si
tenemos en cuenta que nunca hizo de la confesión un negocio ni cultivó casi
ninguna de esas formas que sirven para hacer brillar el ego. Sus grandes éxitos
fueron historias inventadas de personas muy diferentes a él y el objetivo, como
hemos aprendido a llamarlo, fue el ideal al que se entregó en sacrificio la
mayoría de las veces.